
Esta semana se sintió diferente. Algo en el ambiente cambió desde que se confirmaron las noticias, primero Ozzy y ahora Hulk Hogan. Sí, el mismo hombre que convirtió la lucha libre en un espectáculo global, el héroe rubio de la infancia de millones, el inmortal que creíamos invencible. Se fue a los 71 años, y aún cuesta escribirlo sin detenerse a pensar en lo grande que fue.
Yo no crecí solo viendo deportes. Crecí admirando personajes. Íconos que nos mostraban que la fuerza podía venir del coraje, que los escenarios podían ser rings y que el bien siempre encontraba una forma de levantarse. Hogan era eso. Una mezcla entre gladiador, estrella de cine y padre televisivo. Una figura más grande que la vida misma. No importaba si eras fan del wrestling o no: sabías quién era Hulk Hogan.
Con su partida, se apaga una era. Una en la que el deporte y el espectáculo no estaban peleados. Una en la que los héroes eran imperfectos, sí, pero humanos, y por eso los queríamos más. Hogan tuvo luces y sombras, y no pretendo ignorarlas. Pero también fue el hombre que inspiró a generaciones a perseguir la grandeza, aún con músculos cansados y rodillas desgastadas.
Lo que más me mueve no es su legado en títulos, ni sus números en taquilla, ni los millones que movió. Lo que más me conmueve es imaginar a un niño viendo por primera vez un video de Hulk Hogan levantando a André el Gigante… y sintiendo que todo es posible si crees lo suficiente.
Hoy, desde estas páginas, no lo despedimos con silencio. Lo despedimos con el estruendo de su música, con el recuerdo de sus frases, con la gratitud de quienes crecimos creyendo que un tipo en bandana podía cambiar el mundo.
Gracias por todo, Hulkster.
Hoy no decimos adiós.
Solo decimos: “¡Brother, te vamos a extrañar!”.